Yao Lin sumergía por segunda vez la cucharilla en el azucarero para endulzar su café; Tzen Chui se frotaba, cuidadosamente para no resbalar, los pies enjabonados dentro de su bañera; Len Tao estaba eyaculando entre gruñidos de placer dentro del cálido vientre de su novia Mai; el pequeño Go Lhan Thai dormía plácidamente un sueño de niños que ignoraba iba a ser eterno; Katsumi Chan estaba apurando el último sorbo de agua con la que facilitar la ingestión de una pastilla para su dolor de muelas; Zen Lin acababa de corregir el examen de uno de sus alumnos de primaria; Yon Lao emitía una ruidosa ventosidad, mientras, sentado en la taza del váter, se esforzaba por aliviar su vientre; la señora Yamamoto se limpiaba una lágrima renuente tras mirar, por segunda vez desde que despertase, el retrato de su amado marido muerto; Sa Ding se agachaba para recoger con una bolsita de plástico la deposición que había dejado su perro sobre la acera; el perrito de Sa Ding había empezado a olfatear el aire por encima de sus orejas alertas, como barruntando algún súbito cambio en la atmósfera sobre la ciudad; los gorriones y palomas que habitaban los numerosos nidos asentados sobre las cornisas de los edificios y los árboles del parque municipal Hiro Hito, huían despavoridos hacia el mar.
Koshimo Akamura, cabo primero, de guardia en el centro militar de vigilancia aérea, dormitaba plácidamente junto a una taza de té recién hecho mientras los sensores del radar giraban, mudos y enfermos de abulia, su eterna danza helicoidal…cuando el mundo entero pareció fundirse en un súbito y silencioso sudario infernal que los envolvió a todos con su blanco cegador.
Aquella mañana, sobre un lugar llamado Hiroshima, Satán volvía a golpear con despiadado puño la tierra de los hombres y con su ponzoñosa huella recordaba una vez más, a los corazones, que les quedaba aún mucho camino por recorrer hasta el paraíso, (si es que éste puede llegar a existir algún día, en algún lugar).